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Libera Me Capítulo 1
Verano de 1992.
Vilanova y la Geltrú1
1
Me desperté sobresaltado, noté cómo temblaban mis brazos. Me recosté sobre mis codos y miré por la ventana; el sol resplandecía sobre un cielo azul prácticamente sin nubes.
Había pasado toda la noche, hasta bien entrado el amanecer, leyendo.
Me dejé caer de nuevo sobre el colchón y tapé los ojos con el antebrazo, sin dejar que entrara por ellos ni una chispa de claridad.
En mi oscuridad recordé todo lo que había leído la noche anterior al llegar a casa, como si cada párrafo, cada frase y cada palabra cobrasen vida…
«Si en alguna ocasión, has obedecido una orden sin más, y tu piel esclarece día tras día, ándate con cuidado.» Decía el prólogo de la novela.
Noté cómo se me erizaba el vello de la nuca, después seguí recordando…
«Andry bajó del autobús y dejó caer la bolsa de deporte que sujetaba con su mano derecha.
Observó la casa que tenía en frente. Una vivienda de dos pisos de aspecto acogedor con un enorme jardín. La verja que la rodeaba seguía oxidada, del mismo modo que el día en que se había marchado. Todo seguía como antes. El pino de seis metros del jardín había cubierto toda la superficie de éste con pinaza. No le extrañó que nadie, en su ausencia, no lo hubiese recogido.
Sonrió, respiró hondo y buscó en su bolsillo la llave de la verja, la introdujo y la hizo girar. Al abrir la puerta, ésta chirrió con fuerza.
Entró dejando la puerta abierta a sus espaldas y subió las pocas escaleras que conducían al portal de madera. Se paró ante la puerta sorprendido, nadie había salido a recibirle. Se encogió de hombros y sin más dilación entró en casa.
– ¡Mamá, Papá, he vuelto! – dijo alzando la voz.
Sorprendido y preocupado al mismo tiempo porque no salieran a recibirle, dejó de nuevo la bolsa de deporte y se apresuró a buscarles por toda la casa. Miró en la cocina, en el comedor y también en el despacho de su padre, luego subió al piso de arriba y ojeó todas las habitaciones.
«¿Dónde se habrán metido?» pensó mientras se sentaba en las escaleras. Cada una de sus facciones denotaba preocupación. Lo sé porque lo vi todo. Suspiró y se levantó girándose poco a poco, como si la puerta que quedaba tras él, la del desván, le llamara, subió las escaleras con rapidez y la abrió sin pensarlo ni un momento. Estaban todos. Todos, estirados sobre el parqué con la mirada fija en el techo, todos, con la misma expresión turbia. Era evidente, aunque no presentaban ningún signo de violencia estaban muertos. Sus pieles pálidas, sus ojeras amoratadas y ese olor a putrefacción, lo hacía más que evidente.
Sus padres permanecían con las manos unidas, su hermano de catorce años yacía con una leve sonrisa y su hermana de cuatro, abrazaba a su osito de peluche preferido.
Cayó al suelo, conmocionado por el horroroso dolor que le producían aquellas imágenes.
– Shelie… – musitó estirando el brazo para rozar la mano de su hermana pequeña. Después se llevó las manos a la boca y emitió un gemido de dolor.
Se apoyó contra la pared y abrazó sus rodillas con la mirada perdida. Pasaron las horas y él permaneció allí inmutable hasta bien entrada la noche. Entonces, entré por la ventana…»
Aparté el brazo de mis ojos, un rayo de sol me sorprendió; miré el reloj, eran más de las diez y llegaba tarde a la universidad.
Salí de la cama, abrí la puerta del armario, busqué entre las prendas de ropa algún tejano y camiseta que combinaran. Recuerdo que aquella mañana me cambié en tres ocasiones, algo que no solía hacer. Cuando terminé, fui al lavabo para asearme y luego volví a entrar en mi habitación, cargué la mochila al hombro y salí de allí. Una vez en el pasillo, hice algo que hacía todas las mañanas, recorrí el piso entero para averiguar si mi hermana y mi sobrino se habían quedado dormidos. Ya no se encontraban allí. Sus camas estaban desechas al igual que todos los días. Mina, mi perra (mezcla entre pastor alemán y rottweiler) dormía en el sofá con las patas hacia arriba. Se trataba de un perro de aspecto agresivo pero, sin embargo, noble hasta la médula. Me acerqué a ella y le acaricié en la cabeza, tan solo movió la pata hacia un costado y se volvió a quedar dormida, me dirigí a la entrada, cogí las llaves que siempre se encontraban en un cenicero sobre el mueble del recibidor y salí de casa dando un portazo. Ignoré el golpe.
Cuando empecé a bajar las escaleras oí la voz de nuestro casero dirigiéndose a mí.
– Creo que esa puerta no debe funcionar demasiado bien, hace mucho ruido ¿no crees? – me preguntó el hombre.
Cuántas veces me había dicho mi hermana que fuese con cuidado con la maldita puerta. Paré en seco, mordiéndome el labio inferior y maldiciendo por no haberme acordado de ello, giré para poder contestar al casero.
– Perdón, se me ha escapado – me disculpé. Éste comenzó a reír, se me acercó y me dio una palmada afectuosa en la espalda.
– John, no te preocupes – dijo el hombre, poniéndome la mano encima de la espalda y empujándome levemente, percibí la indirecta y comencé a bajar las escaleras – a tu hermana le enfurece que le hable continuamente del tema, pero yo disfruto con ello.- Me reveló sonriente.
Mi casero era un hombre muy delgado, de unos cincuenta años, con una pronunciada joroba, medio calvo y, casi siempre, acompañado de su viejo perrito. La escena era cómica, hizo que me echase a reír recordando las innumerables veces que mi hermana me había regañado por el tema de los portazos.
Se paró en los buzones y abrió el suyo, aproveché para despedirme y salí del portal. Fuera del edificio, comencé a subir la calle que me llevaría a la salida trasera de la estación de tren.
Miré el reloj que llevaba en la muñeca. Quedaban menos de diez minutos para que pasara el tren que me acercaría hasta el campus. Si lo perdía llegaría demasiado tarde, así que decidí hacer un sprint.
Llegué al andén al mismo tiempo que el tren abría sus puertas. Pude percibir cómo una chica que tendría mi edad se reía al ver mi sofoco. Intercambiamos un par de miradas y subimos al vagón. Me fijé dónde se sentaba ella y, como tenía pensado continuar leyendo el libro que me había cautivado la noche anterior, me dirigí hacia el lado opuesto y me acomodé en un asiento con varias plazas desocupadas alrededor.
Dejé mi mochila Converse negra en el asiento de al lado y la abrí para sacar el libro. Me dispuse a leer.
«Entonces, entré por la ventana.
Respiré hondo y subí al desván, allí seguía él, sin ninguna expresión en su rostro, sin apartar la vista de su familia que allí yacía.
Me paré ante él. Era un chico de unos dieciocho años, delgado, fuerte, muy alto y muy hermoso. Rubio blanquecino, sus pestañas también lo eran, y sus ojos del azul más claro que jamás hubiera visto. Me puse de cuclillas frente a él y le observé con curiosidad.
– ¿Por qué permaneces aquí inmóvil, mi ángel? – le pregunté. Ni pestañeó. Me fijé en sus labios, que temblaban, eran rosados, no resaltaban demasiado teniendo en cuenta la blancura de su rostro, sin cambiar de postura me acerqué aún más a él.
– Ahora están en un lugar mejor, ya nada ni nadie puede dañarles, posiblemente estén preocupados por tu tristeza.»
El tren entró en un túnel, lo percibí porque la luz del sol dejó de iluminarme, me adapté de inmediato a las luces superficiales y seguí con mi lectura.
«Me arrodillé ante él, le miré fijamente a los ojos, le besé levemente en sus rosados labios.
Recordando el pasado pensé que, en los tiempos que corrían, no era demasiado frecuente que los hombres se sintieran atraídos por muchachos. Fue entonces cuando fijó su mirada en mi»
Me sentí observado, aparté la mirada del libro que leía y vi cómo un hombre esbelto, sin la más mínima arruga en el rostro y vestido con un traje negro, me miraba desde el final del vagón. El vaivén del tren no le afectaba en absoluto, permanecía allí de pie, contemplándome.
Me sonrió y se acercó, seguí sus pasos con la mirada, hasta que paró a sólo unos centímetros de mí, tuve que alzar la cabeza para poder mirarle el rostro, era más alto de lo que me había parecido al principio.
– ¿Leerías para mí? – me preguntó.
No hizo falta responderle.
«Fijó su mirada en mí, su rostro se entristeció, dejo caer la cabeza sobre sus rodillas, se la tapó con los brazos y sollozó como un niño, pero en silencio.»
– Tu voz es muy dulce… – interrumpió el caballero que se me había acercado. Me limité a sonreír. Le observé con detenimiento. Su piel era mucho más blanca que la mía, su pelo mucho más claro, pensé durante unos instantes y caí en que la descripción del joven del libro era la suya misma, quizá con veinte años más, tenía el pelo rubio y corto por la nuca y unos ojos azules muy claros pero intensos. Por un momento me sentí atraído hacia él, debido a su belleza.
Después de aquel pensamiento él sonrió, arqueando los labios.
– Lees mi mejor novela ¿es de tu agrado? – dijo el hombre sonriéndome de nuevo.
Arqueé las cejas y sonreí, a modo de sorpresa, mostrando mi blanquísima dentadura.
No me salían las palabras, tenía en frente a mi novelista preferido, a alguien que adoraba por completo, al único ser humano del que podía considerarme fan, y me había quedado mudo.
– Yo… – dije con un soplo de voz.
– Despacio – advirtió él, con la voz más suave que hubiese oído en toda mi vida.
– Hola – comencé de nuevo, luego solté todo el aire que me quedaba dentro e inspiré otra bocanada.
Él sonrió sin más, observando cada uno de los detalles de mi rostro. Sacó una tarjeta del bolsillo, era la dirección de un hotel cercano a mi casa. Me la entregó, se levantó rápidamente y se alejó desapareciendo entre las puertas de separación entre vagones. Le perdí de vista.
De nuevo el sol volvió a aparecer, el tren había salido del túnel. Me cegó por un momento, haciendo que me tapase el rostro con el brazo. Cuando quise darme cuenta, anunciaban mi parada por megafonía. Cerré el libro con rapidez y bajé del vagón de un salto.
Llegaba más de tres horas tarde, me desplacé a paso ligero, prácticamente eché a correr. Tardé en llegar al campus diez minutos, justo cuando empezaba el descanso del medio día. Esperé sentado en un banco que se encontraba frente a la clase donde yo debería estar. Saqué el libro de mi bolsa, lo abrí por la página que antes me había quedado a medio leer y continué.
«Pasaron los días, para él, los cadáveres de toda su familia, habían desaparecido por arte de magia. Me sorprendió incluso a mí, que no me preguntase qué había hecho con ellos, me refiero a antes de que murieran.»
Noté cómo se me erizaba todo el pelo del cuerpo después de leer esa última frase. Justo después, se abrió la puerta del aula que tenía en frente y salió Micke, mi mejor amigo. Diecinueve años recién cumplidos, o lo que es lo mismo, tres años menor que yo. Castaño, con el pelo corto y ondulado, ojos color miel claros, casi tan alto como yo, rosáceo de piel, delgado, con la nariz respingona, y labios carnosos. Me miró y sonrió, haciendo que sus mejillas se alzaran y aparecieran sus hoyuelos. Cerré el libro, me levanté y me acerqué a él.
– ¿Por qué llegas tan tarde? – preguntó severamente.
Yo me encogí de hombros. Luego le mostré el libro.
– John ¿otra vez? – dijo irritado, alzando un brazo-. ¿De nuevo has pasado la noche en vela por un libro? – Sonreí a modo de respuesta, luego volví a encogerme de hombros. Paré frente a él y le abracé repentinamente.
– No, por favor mi señor, no se enoje conmigo, no deposite toda su ira sobre mí, juro por Dios no volver a llegar tarde.- Dije alzando las manos al cielo, burlándome de su intención de regañarme, luego me separé y me arrodillé frente a él con la cabeza gacha. Habíamos pasado a ser el centro de atención de todo aquel que alcanzaba a vernos.
– ¡No uses el nombre de Dios en vano! – me espetó echando a andar, mientras yo me levantaba y le seguía.
– No te enfades, mi amor – dije yo, por supuesto seguí bromeando. En parte no bromeaba, era mi mejor amigo y le amaba, pero no, no me acostaría con él, ni con él, ni con otro hombre.
– Si ni siquiera crees – insistió él andando a paso ligero ante mí.
– Micke, amigo mío. Soy experto en física y química, estudio la composición de nosotros y de todo lo que nos rodea. No creo en fantasmas ni en Dios. Somos, todos nosotros, simple materia orgánica – respondí.
Micke me miró, luego suspiró y siguió caminando.
Llegamos a la cafetería.
Nos sentamos en la única mesa libre que quedaba. Comimos un bocata y un refresco cada uno. Charlamos de todo un poco. Mientras él me contaba no recuerdo qué, se apoderó de mí el pensamiento de cuánto le amaba a él y a todos los que me rodeaban, cosa que olvidé en cuanto él me rozó la mano para que atendiera.
– ¿De qué te estaba hablando?
Pregunta trampa de Micke.
– ¿De chicas? – respondí entornando los ojos.
– Esta vez has tenido suerte, pero sé que no me escuchabas – repuso mi mejor amigo amenazante. Luego nos echamos a reír.
Una vez terminada la hora de descanso, fuimos cada uno a nuestra aula correspondiente.
Pasó el día como cualquier otro, yo sólo fui a tres clases, luego me quedé un rato en el laboratorio investigando.
En una ocasión había leído en un periódico, que en una tribu de la Amazonia inyectaban unas drogas a sus difuntos y éstos recobraban la vida durante unas horas. Así que me puse en marcha y busqué el nombre y la localización de esas drogas, para así poder seguir con mis experimentos.
No hacía mucho también leí que habían encontrado el cadáver de un vampiro, cosa que creí imposible e irreal. Pero me sentía obligado a estudiar y comprobar si cabía la posibilidad de que fuera cierto.
Miré el reloj colgado en la pared del laboratorio, marcaba las nueve de la noche, Micke no tardaría en terminar su última clase, me quité la bata y la colgué en su sitio. Cogí mi mochila, salí del laboratorio y cerré con llave. Mis profesores se fiaban tanto de mí, que jamás me habían negado el quedarme después de terminar las clases, incluso no les importaba dejarme allí después de que ellos regresaran a sus casas. Fui a secretaría y les entregué las llaves seguido de un melodioso ¡Buenas noches!
Después sonreí, giré y me alejé de allí con mi mochila colgada de un solo hombro.
– ¿Qué, John? ¿Has descubierto ya el sentido de nuestra existencia? – preguntó el recepcionista a distancia, mofándose pero sin intención de ofenderme.
– Ya queda menos – dije en un tono de voz alto, para que pudiera oír mi respuesta.
En los tres años que llevaba estudiando en el centro, cualquiera que hubiese tenido contacto conmigo se habría percatado de cuáles eran mis ambiciones, pues yo no tenía ningún secreto; puesto que era un simple joven, ya casi convertido en hombre de veintidós años. Claro de piel, cabello negro y largo hasta la cintura, que siempre llevaba recogido en una coleta. Ojos azul oscuro, y metro noventa y pico. Delgado, pero musculoso al mismo tiempo.
Me apasionaba tener contentos a mis amigos y orgullosa a mi familia. No me atraían los hombres, ni me interesaban las mujeres, a no ser que, con estas últimas, fuera para pasar una buena y distraída noche. Realmente estaba tan cautivo en mi laboratorio y en adquirir conocimientos, que no me importaba nada más, bueno sí, leer todos los libros de mi escritor preferido, el cual escribía sobre ciencia ficción, casi siempre sobre vampiros, algo que no lograba encajar con todo lo demás de mi ser.
Esperé a Micke sentado en el césped con las piernas cruzadas, sintiendo cómo la brisa acariciaba mi rostro, luego me tumbé y rocé con la palma de la mano el extremo más alto del césped, que debido a la humedad de la noche se encontraba mojado, sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo.
«Es debido a los estímulos de mi cerebro, son ellos los que me hacen sentir tan bien» me dije. Cuando quise darme cuenta, Micke se encontraba frente mí, mirando con expresión de curiosidad, le devolví la mirada y extendí mi brazo para que me ayudara, él me sujetó por la mano, tiró y yo me levanté.
Me sacudí la ropa para quitarme todas las ramas que hubieran quedado enganchadas, Micke hizo un gesto con la cabeza para que nos fuéramos. Caminamos bajo el firmamento estrellado en dirección al parking sin articular palabra, yo no dejaba de mirar hacia el infinito cielo que nos cubría.
– ¿No te parece hermoso? – le pregunté sin esperar contestación.
– Hoy estás más filosófico de lo normal – dijo Micke a modo de respuesta -. Subamos al coche.
Desbloqueó la cerradura y entramos.
Llegamos a casa sobre las diez y media de la noche, me quedé un rato hablando con él y luego subí. Saqué la llave de mi bolsillo y abrí la puerta. Vivía en un primer piso, cerca del puerto, junto con mi hermana y su hijo de dos años, una criatura encantadora. Cuando llegué ya dormían, entré en mi habitación, pensé en hacerme algo de cena pero no tenía apetito, así que me despojé de mis ropas y me tumbé en la cama.
De repente recordé el libro, pero razoné y debatí conmigo mismo sobre si debía sacarlo, si lo hacía, cabía la posibilidad de que al día siguiente volviera a saltarme algunas clases, por suerte recordé que no era necesario que asistiera mañana, así que cogí el libro, lo abrí por la página donde me había quedado la última vez y comencé a leer.
«Salió de casa una tarde de otoño, las continuas visitas de los conocidos de la familia y las cartas de aquellos que los echaban de menos, le estaban atormentando. Corrió calle tras calle, cruzó el puente blanco que pasaba sobre la carretera general y avanzó unos metros más hasta llegar al cuartel de la policía, paró en frente, trago saliva y avanzó unos pasos más.
Un hombre uniformado salió de comisaría y se paró ante él.
– ¿Necesitas ayuda, joven? – le preguntó el hombre. Andry volvió a tragar saliva, le escocían los ojos.
– Chico, estas pálido. ¿Te encuentras bien? – insistió el hombre.
Andry alzó sus manos y las miró, cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de cuánto se había aclarado su piel. Sí que era cierto que apenas había salido de casa desde el día que volvió, pero su piel era de un blanco nítido, no se veían sus venas. Apretó con fuerza su mandíbula y miro al cielo, estaba anocheciendo, negó con la cabeza.
– Sólo pasaba por aquí – dijo con tono verosímil.
El hombre volvió a entrar negando con la cabeza y emitiendo una queja sobre la juventud de hoy en día.
Su cuerpo le pedía volver a casa, pero éste no le respondió y comenzó a caminar en dirección opuesta. Al llegar a la esquina, yo le esperaba apoyado en el edificio. Al verme me abrazó con fuerza y rompió a llorar.
– Lo siento – dijo con la voz rota, le hice callar con la yema de mi dedo índice.
– No, perdóname tú – noté un pinchazo en el corazón. Sentí que le tendría que haber dejado hacer su voluntad. Debería haberle permitido confesar su situación al agente pero, por otro lado, la incertidumbre de lo que le rodeaba podría haberle traído muchos problemas. ¿Quién habría creído en mi existencia y en el asesinato que había cometido?»
Volvimos a casa y las horas, días y semanas, pasaron sin ninguna alteración.
Me levanté de un salto, me vestí con un tejano y la primera camiseta que encontré en el armario. Busqué en el bolsillo del pantalón que había llevado durante el día.
La tarjeta del hotel. Él me la había dado aquella mañana, pero por qué lo había olvidado durante el día entero, y por qué lo recordé en aquel momento. Me dirigí hacia la salida de la casa, llamé con un susurro a Mina para no despertar a los que ya dormían.
Ésta apareció entre las sombras del pasillo, bostezó y luego avanzó agachando el tronco hacia delante, sin mover las patas traseras para poder estirarse, volvió a bostezar, se enderezó y vino hacia mí. Le puse el collar, abrí la puerta y salimos de casa, bajamos las escaleras con rapidez.
Una vez en la calle comencé a caminar, fuimos hasta el paseo marítimo que se encontraba sólo a dos minutos de donde yo vivía y me senté en un banco. El lugar disponía de una gran explanada por donde no pasaban coches. Me había llevado el libro y mientras Mina corría y brincaba a sus anchas, jugueteando con una piña que, de vez en cuando, me acercaba para que se la lanzara, yo volví a leer.
«Siguió transcurriendo el tiempo sin ocurrir nada que alterase nuestra existencia, Andry dejó de tener contacto con el resto del mundo, sólo y exclusivamente él y yo. Nos dedicábamos a dormir durante gran parte del día, y cuando yo salía por la noche él arreglaba el jardín. Aquel día llegué más tarde de lo normal, él no se encontraba allí fuera.
Le busqué por toda la casa, pero no le encontré. Me sentí inútil por no haber utilizado mis poderes paranormales para dar con él. Escruté todos los pisos de la casa hasta que apareció. Subí inmediatamente al ático, le encontré en el desván. Apoyado en la pared, mirando fijamente el lugar donde encontró sin vida a su familia.
Me acerqué a él con lentitud y me senté en frente, al igual que había hecho aquel día. Sabía y conocía todo lo que pasaba por su cabeza, sabía que desde aquel día, él se enfrentaba a cruzar la línea que separaba la cordura de la locura. Para él nada tenía sentido, si no me encontraba yo a su lado. Creí que ya había llegado el momento de mostrarle toda la verdad, que eso le haría estabilizar y desear que yo dejara de existir.
Mientras me acercaba a él, comencé a explicarle.
– Aquel día, caíste en un pozo, es por eso que te niegas a aceptarlo y te abstienes de engañarte. Te dices que lo que ocurrió, fue un simple sueño. Hace poco tuviste un momento de lucidez, por eso te acercaste al cuartel de policía – dije mientras acariciaba su mejilla -. Pero mi amor por ti, me obliga a mostrarte la verdad – concluí.
– ¿Por qué no pude hablar y explicarles? – dijo sin saber bien a dónde le llevarían sus palabras.
Se refería al día del cuartel, pero no le contesté, prefería que se diera cuenta por sí mismo.
Hubo silencio durante unos minutos, él esperaba respuestas, al mismo tiempo que yo esperaba alguna pregunta.
– ¿Por qué me detuviste? – preguntó al fin.
Sonreí, ya que él mismo había deducido que fui yo quién le hizo cambiar de parecer.
– Fue por tu bien – le dije con un tono de voz suave.
Noté por momentos que se enojaba, apretó tan fuerte como pudo su mano y me dio un puñetazo con todas sus fuerzas. Esto me hizo sonreír de nuevo, pero mi felicidad lo enfureció todavía más, volvió a golpearme. Lo recibí con gusto, se abalanzó sobre mí con rabia propinándome un golpe tras otro, yo me sentía feliz, feliz de ver cómo reaccionaba.
Le inmovilicé con una sola mano, sin ningún esfuerzo, mientras él intentaba liberarse con rabia y emitiendo unos inútiles gemidos, intenté proseguir la conversación.
– ¿Qué les habrías dicho? – dije con un susurro estremecedor -. ¿Que aquél que se apiada de ti les mató cruelmente para alimentarse? – fui subiendo el tono de voz hasta estallar con un grito.
Noté cómo concentró todas sus fuerzas, para hacer un último intento por liberarse. Evidentemente no lo consiguió.
– ¡Acaba conmigo! – me espetó, hundiendo su mirada, su clara mirada, sobre mí.
Cambié mi método de inmovilizarle, le sujeté las muñecas con las manos dejando todo mi peso sobre ellas. Aprovechó para intentar soltarse, me pilló desprevenido. Consiguió separar mis brazos de mi cuerpo, obligándome a inclinarme sobre él.
Le besé, primero se negó a aceptar mi ternura, mi pasión, pero al final se rindió ante mí y aceptó mis besos. Unos besos que le hicieron encontrar la paz que se escondía en su interior. Su rostro se relajó dejando su boca entreabierta, suplicado mis labios de nuevo. Yo no se los negué y me entregué a él, en el mismo lugar donde había acabado con la vida de toda su familia.»
Suspiré y miré el reloj que tenía en la muñeca, eran las tres menos cuarto de la mañana. Me había vuelto a pasar. Miré a mi alrededor, no me encontraba en el paseo donde recordaba haber andado prácticamente en círculos mientras leía. Miré al frente, ante mí se levantaba un lujoso edificio que alcanzaba los veinte pisos. Me pregunté si había caminado hasta allí por mi propio pie. Sin pensarlo dos veces entré en el edificio, me presenté en la recepción del hotel, observé el lugar donde me encontraba. La luz era suave, había una puerta automática que separaba la recepción del restaurante del hotel, todos ellos lucían smoking y prendas de lujo. En lo alto de la sala se hallaba una lámpara de araña de cristal.
– ¿Puedo ayudarte en algo? – preguntó la recepcionista con tono de superioridad y desprecio. Noté que, al ver mi rostro, se arrepintió de haberme hablado de aquel modo y se sonrojó por momentos. Me acerqué a ella y de mis labios brotaron unas palabras que no recuerdo haber pronunciado. Ésta asintió.
– Por aquí, por favor – dijo sonriendo coqueta.
Me acompañó hasta el ascensor y me pidió que entrase. Obedecí, ésta volvió a su puesto de trabajo sin apartar la mirada de mí, hasta que al cerrarse las puertas del ascensor no pudo seguir mirándome. Me quedé solo con el botones que me condujo hasta el ático del hotel. Hasta la suite de lujo, donde se encontraba él.
Lo primero que noté al salir del ascensor, fue que la luz de la habitación estaba apagada, la iluminación se basaba en las luces de la luna y del faro. Esta última entraba intermitente por el gran ventanal que ocupaba una pared entera de la habitación.
Noté cómo la puerta se cerraba tras de mí, pasé bajo un arco que actuaba como separador de la entrada y la gran habitación. Frente a mí, se extendió una gran cama de matrimonio envuelta en sabanas granates, con cojines de raso gris.
Él se encontraba de espaldas a mí, mirando al mar a través del ventanal. Me fijé en su reflejo y pude darme cuenta de que sonreía.
– Hola, John – saludó con voz serena, entonces se giró y clavó su mirada en mí. Me sorprendió su aspecto, bajo aquella luz presentaba una faz más blanca que la primera vez que le había visto. Sus ojos me parecieron más azules y sus labios eran carnosos y levemente rosados.
Me sentí atraído hacia él inmediatamente, como si tuviera que abrazarle y besarle por necesidad.
«¿Qué me está pasando?», empecé a preguntarme.
Avanzó hasta llegar a la cama y se sentó, iba bien vestido, con un traje compuesto por unos pantalones bien planchados y negros, una camisa blanca de algodón y una americana también negra, que pude divisar colgada en una silla cercana a la cama. Me pregunté cómo un hombre tan blanco de piel, se atrevía a vestir de aquel color tan oscuro.
Hizo un gesto con la mano para que me acercara y tomara asiento. Tragué saliva y me aproximé dando cuatro pasos, los conté, me senté a su lado.
De repente noté que todo mi cuerpo se estremecía. Empecé a sentirme indefenso e inseguro en aquella habitación, miré la puerta del ascensor y deseé que se abriera y éste apareciera, para que mi única salida dejase de ser aquel enorme ventanal.
– No te preocupes, no corres ningún peligro. – Después de oír su voz noté algo parecido a una paz interior invadiendo mi cuerpo; ya no había nada que me inquietara, aquella seguridad se instaló dentro de mí y me obligó a confiar plenamente en él.
– Háblame de ti – me pidió sin quitarme el ojo de encima.
– Yo… Vivo cerca de aquí, sólo unas calles más allá del paseo marítimo – expliqué, mirándole también. Después proseguí. Le hablé de que estudiaba en la facultad y también de Micke y de mi familia. Intenté evitar mencionar mis extrañas aficiones y experimentos para que no pensara que era un poco «raro». Mientras yo hablaba sin parar, él se levantó y del mini-bar sacó algo de beber, llenó una copa y me la ofreció. Mi garganta se había secado debido a que ya llevaba rato hablando, así que la acepté encantado. Se lo agradecí y di un trago de aquella copa. Me fijé por un momento en el vaso que sostenía, era una copa de cristal cuadrada con un fino cuello largo de color negro, sonreí recordando que a aquellas copas siempre las había denominado «copas para beber sangre», debido a que eran finas imitaciones de algunas que se podrían haber encontrado hacía siglos.
Empecé a sentir calor repentinamente. Le miré sin atreverme a decir qué me ocurría. Extendió su mano y asintió con la cabeza para que hiciera lo que estaba deseando. Me quité la camiseta y me levanté para dejarla en la misma silla donde se encontraba colgada su americana.
Me giré para mirarle. Me fijé en el reloj que había en la mesita de noche, había hablado sin parar durante dos horas, me sorprendí a mí mismo al darme cuenta de lo a gusto que me sentía junto a él. De nuevo el calor que me había azotado volvió a atacarme.
– ¿Por qué me has hecho subir? – le pregunté. Prácticamente con un susurro, a punto de explotar, debido al calor y a un desconocido sentimiento de deseo hacia él. Me sonrojé al percatarme de qué se trataba aquel extraño sentimiento.
Me hizo un gesto con la cabeza para que volviera a acercarme a él mientras me sonreía de nuevo. Obedecí. Me arrodillé frente a él, mirándole a los ojos, luego los cerré.
«John, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué te comportas así delante de un desconocido?», volví a preguntarme por dentro, de nuevo dudaba sobre mi estancia en aquel lugar y en aquel momento.
Se inclinó hacia delante para poder estar más cerca de mí, su movimiento me erizó el bello de todo el cuerpo y después me estremecí de impaciencia. Alzó la mano para acariciarme el rostro, primero la mandíbula, luego los labios, la subió un poco más, me apartó el flequillo del rostro, unos cuantos pelos mucho más cortos que el resto de mi melena que solían caerme sobre los ojos desordenadamente. Luego me acarició los párpados, siguió con el dedo índice el perfil de mi nariz. Después, alzando el otro brazo, me desató el pelo, noté cómo caía sobre mi espalda, hombros y pecho desnudos. Al alzar el otro brazo me había envuelto prácticamente entre ellos, volví a estremecerme. Las dudas reaparecieron, cómo yo, siendo un hombre, podía sentir tal devoción ante otro ser de mí mismo sexo, sin tener antecedentes de algo así. Abrí los ojos y volvió a captar toda mi atención.
– Tu melena realza tu belleza, no vuelvas a recogértela – dijo haciéndome sonreír. Mis dudas desaparecieron de inmediato y sólo pude desearle aún más de lo que ya había empezado a hacer. Soplé sin atreverme a mirarle directamente, luego empecé a temblar.
Me cogió por los hombros con las dos manos, y tiró de mí con fuerza sobrenatural, pues sólo un hombre del doble de su tamaño habría podido hacerlo. Salí disparado hacia adelante y aterricé sobre él. Tuve el reflejo de parar con los dos brazos para no chafarle. Nuestros labios se veían separados por unos milímetros que, por segundos, me parecieron kilómetros. La pasión hizo presa de mí, me dejé caer sobre él besándole en los labios con ansiedad.
Me separó de él suavemente con las dos manos apoyadas sobre mis mejillas, luego con el dedo índice me los selló, me hizo tumbar de costado a su lado y sujetándome por la mandíbula me besó intensamente.
Una voz dentro de mí gritaba ansiosa de impaciencia, quería que todo se acelerara. Entonces separó sus labios de mí.
– Tómame ya – susurré mientras cerraba los ojos. Emitió tres carcajadas con un tono de voz muy bajo, entonces me dio lo que tanto deseaba, se tumbó sobre mí bruscamente mientras me besaba al mismo tiempo. Eso me excitó más todavía, fue entonces cuando descubrí que él ya se había despojado de sus ropas.
Al notar aquello me sentí fuera de lugar de nuevo, tenía que pararlo, tenía que alejarme de él y marcharme de allí. Entonces introdujo su lengua en mi boca y lamió lentamente. Volvía a ser suyo, mis inseguridades desaparecían junto con mi hombría. Cedí ante él y ante todos sus deseos.
Hubo una laguna de serenidad en nuestra pasión, paró de besarme y acariciarme, para que yo también me quitara la ropa. Lo hice a una velocidad tranquila y relajada sentado a los pies de la cama, seguro por completo de querer estar allí y deseando permanecer a su lado.
Una vez desnudo por completo, me levanté y di un paso atrás para dejar que él me observara, noté cómo me sonrojaba. Me acerqué de nuevo a él, me tumbé a su lado y encontré más besos y caricias. Me dejé llevar, mientras me lamía la piel, pude fijarme en que estaba tan excitado como yo. Deseé llegar más lejos. En ningún momento volví a dudar. En ningún momento pensé que pudiera dolerme o en que lo extraño de aquella situación, pudiera obligarme a dar marcha atrás. Jamás había estado tan seguro de algo. Me gustó a pesar de que nunca había yacido con otro hombre, en realidad hasta aquel momento fue la experiencia más placentera y emocionante que había vivido. Deseé que aquella noche no terminara nunca. Cuando tuvimos suficiente, nos quedamos dormidos.